Ballard Baluard

Lugar: Gabinet

En una civilización dominada por la interacción a través de las pantallas, la alteración de los hábitats urbanos, los paisajes inciertos, el accidente y la violencia, las mutaciones climáticas y la distopía, la influencia y las situaciones predecidas por el escritor J.G. Ballard son cada vez más tangibles.

Por cuestiones de la grafía, cuando se busca en Google o redes sociales el nombre de Es Baluard Museu, aparece «Ballard» como opción, apellido del escritor James Graham Ballard (Shanghái, 15 de noviembre de 1930 – Londres, 19 de abril de 2009) que residió la mayor parte de su vida en una casita en Shepperton, un suburbio londinense adosado al aeropuerto, una isla en sí, cerca y lejos. Estas coincidencias y algunas otras más nos impulsan a generar un contexto de reflexión en el espacio Gabinet, para investigar, a partir de la colección del museo y de ciertas obras poco conocidas, acciones y textos, algunas de las cuestiones básicas que él planteó.

 

 

Piscina colgante

Nadal Suau

Aunque la piscina colgante no es una creación mediterránea y se ha popularizado en territorios en los que lujo y verticalidad van de la mano, su implantación en el paisaje insular tiene un sentido orgánico, se diría que inevitable, al mimetizar (banalizándola) la lógica del joven turista que se lanza desde el balcón de su habitación de hotel.

Enunciadas como paraíso de la diversión o del relax, sin embargo las vacaciones en un resort meridional son más bien, paradójicamente, una forma perfeccionada de aburrimiento, alta tecnología industrial. Tanto si el turista interrumpe su cotidianidad para protagonizar unos días de vigorizantes brazadas en la piscina y dieta depurativa como si, enmarcado en el segmento de mercado asimilable a las jóvenes clases populares, prefiere consumir alcohol y drogas sin descanso, lo cierto es que ambos modelos vacacionales implican una continuidad de la estructura profunda de la vida occidental hoy: el individuo como capital que debe ser administrado, empresa de sí mismo que sólo contempla el período vacacional como un reseteado funcional.

En cambio, el saltador de balcón que arriesga su vida en un juego aéreo sin otro sentido que el ritual lanza, a su modo, un poderoso ultimátum vitalista: sólo hay vida donde converge con su negación, sólo se ha viajado si se afronta, al menos una vez, el desafío libidinal de una posible muerte. En realidad, ponerse en peligro físico es lanzar una interrogación sobre la propiedad privada (puesto que el propio cuerpo es propiedad privada al borde siempre de la expropiación). Hay una honestidad radical en el gesto, también un desvelamiento: el balconing es un poema distópico. No es un acto suicida, aunque asume el riesgo de parecerlo en caso de fallar, sino un acto de imaginación que acelera las promesas (vive al límite, sumérgete en experiencias…) que llevaron al turista a ese cubículo vacacional, llevándolas a un estadio en el que, brevemente, el horizonte vital se amplifica y la realidad presenta posibilidades nuevas.

Por su parte, el significado de la piscina colgante reside en una constante de nuestra época, la fe en la ingeniería (disciplina que tiende a suplantar a la arquitectura o el urbanismo), e invita a sus usuarios a simular un peligro, una excepcionalidad de vértigo, sólo que en condiciones de absoluta seguridad: sumergiéndose una y otra vez en el agua tratada mediante electrólisis salina, contemplando a los transeúntes que, veinte metros por debajo, cruzan entre los dos bloques de hormigón que encuadran la piscina y configuran el acceso al centro comercial, el nadador fantasea con una sensación de suspensión (y de paso, se convierte en reclamo), pero la supuesta «experiencia» no es tal, sino su simulacro. Suspendida en lo alto, geométrica, esa piscina es resultado de una vigorexia del ornamento, pura explicitud y espectáculo. Vista con un mínimo de perspectiva, parece más un plano que un cubo, menos un útero que una pantalla de cristal líquido. Un dispositivo performático.

 

 

Poética de los cuerpos ballardianos

Begoña Méndez

Cuerpo y paisaje interior. Ballard indaga en las pulsiones abyectas y escarba en los territorios intersticiales de la locura. Rebasa las fronteras de la razón y los límites de la consciencia: se sitúa en las cloacas del mundo interior para decir la belleza delirada de las oníricas psicopáticas. La literatura ballardiana se inscribe en un espacio sin jurisdicción ni vigilancia: zona cero para la construcción de nuevas mitologías fundadas en la radical perversión y en la desviación fluorescente. Sueños abominables, pesadillas y fiebre desmantelan con violencia el dispositivo de convenciones que definen la realidad. En su lugar, paradigmas obsesivos y figuraciones transgresoras reorganizan la materia íntima para un extrañamiento del mundo.

Espacios vírgenes del mundo interior. Vertederos en ruinas más allá de la carne consciente, allí donde la celebración de la inmundicia se transforma en ritual para la redención. Los personajes ballardianos se adentran en su propia locura para ser fisura o pliegue psicosomático: el cuerpo es una máquina excretora de fantasías enajenadas y pulsiones del inconsciente.

Las fronteras de la lógica perturbadas en el territorio suburbial de los sueños ilimitados.

 

Cuerpos accidentados. Crash es el sonido del impacto liberador.

En el cuerpo accidentado se extravía la anatomía humana: amasijo de carne y hierros que el capitalismo no puede asimilar. Materialidad amorfa des-colonizada, libre de los imperativos del mercado neoliberal.

El accidente de tráfico ballardiano es ceremonia mística de la autodestrucción de la carne, la celebración de su reconstrucción como cuerpo-máquina.

En la colisión automovilística se produce el encuentro obsceno de la belleza orgánica con la violencia tecnológica. Las autopistas, arquitecturas móviles de hormigón y asfalto, son el territorio abstracto donde los cuerpos y los coches se fusionan en una materialidad imprecisa de dolor, muerte y placer exaltado. El cuerpo accidentado se transustancia en cicatriz penetrable y sexualidad violenta. La carne muere como trascendencia para convertirse en evento accidentario y fuera de lugar, más allá de los límites de lo humano.

Un cuerpo-máquina deseante constituido por acoplamientos, conexiones y fluidos.

 

Cuerpos ociosos. Centros vacacionales o cómo el mundo contemporáneo es un gigantesco resort globalizado, un limbo insensible donde las identidades se pierden en una masa obesa.

Bajo el sol, carne caducada de supermercado.

Los cuerpos explotados por la dictadura del entretenimiento son sin consciencia y sin tiempo; suspendidos en un eterno jet-lag o perpetua ausencia de acontecimientos, la realidad no es sino ficción aséptica y experiencia mediatizada; sueños dirigidos, emociones anestesiadas y transgresiones de todo incluido. Cuerpos amodorrados por el consumo banal: prostitución y pornografía, cócteles, gimnasia de mantenimiento, benzodiazepinas y violencia moderada.

Las noches de cocaína son el síntoma del gran agujero negro de la posmodernidad. La heroicidad de los personajes ballardianos reside en el ahondamiento consciente en su propia destrucción, la transformación del vacío neoliberal en nuevos rituales catárticos y liberadores. Apologías espectaculares de la violencia amoral y de los crímenes gratuitos: delincuencia y autoagresión sin móvil para quebrar la mansedumbre de los cuerpos neoliberales.

 

 

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26 de octubre de 2018 → 10 de marzo de 2019
Producción: Es Baluard Museu d'Art Contemporani de Palma
Equipo de investigación: Begoña Méndez, Josep María Nadal Suau, Irene Llàcer, Soad Houman y Nekane Aramburu.
Artistas:
Helena Almeida, Diana Coca, Juana Francés, José Guerrero, Tadashi Kawamata, Anselm Kiefer, Mati Klarwein, Marina Núñez, Guillermo Pérez Villalta, Francisco Ruiz de Infante, Amparo Sard, Baltazar Torres, Marcelo Víquez and Wols (Alfred Otto Wolfgang Schulze)
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